DONALD TRUMP Y BASHAR EL ASAD. POLITICAS DIFERENTES, SOBRE DROGAS.

 




El alivio que dan es pasajero, pero las consecuencias pueden ser permanentes


 Donald Trump promete frenar el fentanilo. Habla de crisis, de comunidades destruidas. Dice que hay que cerrar fronteras, endurecer controles. Mientras tanto, en otro rincón del mundo, Bashar al Asad construyó parte de su poder sobre otra droga: el captagon.

Trump quiere detener el veneno. Asad lo utilizó como sustento. Uno habla de salvar vidas. El otro financió su guerra vendiendo pastillas que arruinaban miles de ellas. Dos líderes. Dos contextos. Un mismo fenómeno global: drogas que cruzan fronteras, personas que sufren, regímenes que se sostienen.


El origen: de medicina a negocio criminal

El captagon no es nuevo. Se sintetizó en Alemania en los años 60 como una anfetamina de uso médico, indicada para tratar la narcolepsia, la depresión y el déficit de atención. En su momento, se consideró prometedora. Pero pronto se descubrieron sus efectos adictivos. Para los años 80, la mayoría de países occidentales la habían prohibido.

Lo que no pudo usarse como medicina, se recicló como droga recreativa. En Oriente Medio, se convirtió en una herramienta: de evasión, de rendimiento, de guerra.


La “cocaína de los pobres”

En países como Siria, Líbano y Arabia Saudí, el captagon encontró un mercado fértil. Costaba entre 3 y 20 euros la pastilla. Era accesible, potente y útil: para los combatientes, para los estudiantes, para los trabajadores que buscaban aguantar más. Por sus efectos estimulantes, fue apodada “la cocaína de los pobres”.

Su distribución no era marginal. Era una industria en toda regla, con estructuras organizadas, rutas de tráfico y beneficios multimillonarios.


Siria: una narcoeconomía en guerra

Durante la guerra civil siria, el captagon se convirtió en el salvavidas económico del régimen de Asad. Su hermano, Maher al Asad, lideraba el negocio desde la Cuarta División Acorazada, una unidad militar de élite. Desde allí, supervisaba la producción, protegía los laboratorios y controlaba las rutas de contrabando.

Se estima que Siria llegó a producir el 80% del captagon mundial, generando unos 2.400 millones de dólares anuales. Ese dinero financió el esfuerzo bélico del régimen y lo mantuvo a flote durante años, mientras el país se desmoronaba.

Las fábricas estaban ocultas en zonas controladas por el gobierno, protegidas por muros, militares y complicidades políticas. Todos sabían lo que pasaba, pero pocos se atrevían a hablar. La droga cruzaba fronteras, sobre todo hacia Arabia Saudí, donde su consumo se disparó entre jóvenes de 12 a 22 años.


Una herramienta geopolítica

El captagon no fue solo una fuente de ingresos. También fue un instrumento diplomático. Asad usó el tráfico de esta droga como moneda de cambio: ofrecía controlarlo a cambio de reconocimiento político o silencio. Incluso después de su readmisión en la Liga Árabe en 2023, los países vecinos evitaron hablar abiertamente del tema. Era incómodo. Políticamente explosivo.

Jordania y Líbano, rutas clave del contrabando, fueron los primeros en sufrir. Cuando los intentos diplomáticos fracasaron, Jordania pasó a la acción directa: bombardeó laboratorios en suelo sirio. Una medida arriesgada. Pero la producción continuaba.


La caída de Asad, el legado del captagon

Hacia finales de 2024, con el régimen de Asad colapsando, los rebeldes comenzaron a tomar territorios. En su avance, descubrieron laboratorios escondidos en fábricas, mansiones y bases militares. Encontraron miles de pastillas. Las quemaron. Un gesto simbólico: borrar la huella tóxica del régimen.

Pero la caída de Asad no acabó con el problema. Solo lo desplazó.

Hoy, informes de inteligencia advierten que Irak se está convirtiendo en el nuevo centro de producción y tráfico. Las incautaciones aumentan. Las rutas se adaptan. El negocio no se detiene.


Más que una droga

El captagon no es solo una sustancia ilícita. Es una señal de lo que está roto: economías colapsadas, sistemas políticos corruptos, conflictos sin fin. Una droga que, en medio del caos, se volvió fuente de poder, de ingresos, de control.

Aunque Asad ya no esté en el poder, el daño está hecho. Una generación ha sido marcada. La región sigue enfrentando el desafío de una droga que se infiltra en las instituciones, en la diplomacia, en la vida cotidiana.


El futuro: cooperación o fracaso

Detener el captagon exigirá más que medidas aisladas o sanciones internacionales. Requiere cooperación real entre países, voluntad política sostenida, y reconstrucción institucional. Sin eso, esta anfetamina seguirá siendo parte de la historia de Oriente Medio.

Porque cuando el poder se construye sobre drogas, lo que se destruye es mucho más que la salud pública. Son los cimientos de cualquier futuro posible.

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