El precio de desentenderse de la política es que acabarás siendo gobernado por los peores.
— Platón
La Derecha
Escuché esta frase muchas veces durante mi estancia en Perú. Reflejaba una percepción común: que la derecha, aunque también corrupta, lo es menos que la izquierda. Puede que tenga algo de cierto. Casos como Brugal y Naseiro me mostraron de cerca cómo opera la corrupción en la derecha. Pero decir que roban menos no es consuelo. La corrupción, venga de donde venga, es un delito y una inmoralidad.
En la derecha abundan los políticos con profesiones previas bien remuneradas: empresarios, altos funcionarios o técnicos cualificados. Leopoldo Calvo Sotelo fue ingeniero y presidente de una gran empresa; José María Aznar, inspector de Finanzas; Mariano Rajoy, notario. Sus trayectorias contrastan con la de muchos dirigentes socialistas. No siempre, pero sí con frecuencia.
La corrupción toma muchas formas: cohecho, malversación, tráfico de influencias, nepotismo. En gobiernos de derecha, suele estar ligada a beneficios para grupos económicos cercanos al poder: privatizaciones, contratos públicos o regulaciones hechas a medida. En España, los escándalos de los gobiernos del Partido Popular —casos Gürtel, Bárcenas, Brugal— provocaron una pérdida masiva de apoyo electoral y alimentaron el auge de movimientos populistas como Podemos, Sumar o Vox.
Luis Bárcenas, ex tesorero del PP, llevó una contabilidad paralela alimentada por donaciones ilegales de empresarios a cambio de contratos. Francisco Correa, cerebro del caso Gürtel, tejió una red de sobornos para conseguir adjudicaciones públicas. Estos casos no solo revelan corrupción, sino una erosión de la confianza pública en la democracia.
La izquierda y ultraizquierda
Pero la izquierda no queda exenta. El caso de los ERE en Andalucía implicó a altos cargos del PSOE en el desvío sistemático de fondos públicos. Más reciente es el escándalo de José Luis Ábalos, exministro de Transportes y figura clave del PSOE, vinculado a contratos opacos de mascarillas durante la pandemia, gestionados por su asesor más cercano.
También generan polémica los vínculos personales en el entorno del presidente del Gobierno. Su esposa, con solo el título de bachiller, dirige una cátedra universitaria en una de las instituciones más prestigiosas del país. Su hermano obtuvo una plaza hecha a medida en la orquesta de la Diputación de Badajoz. Todo esto alimenta la percepción de favoritismo, nepotismo y redes de privilegio.
Y desde la órbita de la ultraizquierda o izquierda alternativa, dirigentes como Juan Carlos Monedero e Íñigo Errejón, antes referentes de Sumar, se han visto envueltos en acusaciones por acoso sexual y delitos contra la libertad individual. Aunque algunos casos siguen en proceso, el daño a la credibilidad es evidente.
La corrupción es sistémica. No distingue entre derecha e izquierda. A veces se disfraza de eficiencia, otras de justicia social. Pero su origen es el mismo: abuso de poder, redes clientelares y falta de control institucional. Pensar que una ideología tiene la solución es ingenuo.
Frente a esto, algunos sectores de la izquierda proponen medidas drásticas: cordones sanitarios para impedir que la derecha gobierne, campañas mediáticas para “reeducar” a sus votantes o reducir fondos a gobiernos regionales liderados por la oposición. Son propuestas que, aunque disfrazadas de defensa democrática, rozan el autoritarismo.
Impedir el acceso al poder por medios no electorales debilita la democracia. Reeducar al votante es éticamente cuestionable y probablemente ineficaz. Castigar a comunidades por su voto destruye la igualdad territorial y aumenta la polarización. El riesgo es claro: un sistema que excluye acaba generando mártires, no soluciones.
En lugar de excluir al adversario, hay que reforzar la democracia: transparencia real, rendición de cuentas, justicia independiente, prensa libre. Solo así se combate la corrupción sin caer en nuevas formas de abuso. No se trata de quién roba más o menos. Se trata de evitar que roben, gobierne quien gobierne.
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