jueves, 19 de diciembre de 2024

EL CRETINODIAMOMETRO

La arrogancia de un cretino solo es superada por su incapacidad para entender su propia necedad.

Mi cretinodiamómetro no es más que mi pulsera. Tiene una característica peculiar: mide la cantidad de "cretinos" que se sorprenden al verla o que jamás se habían dado cuenta de que la llevo. Al final del día, anoto cuántos me han soltado el clásico: “¡Anda, llevas la pulserita!”. Grandes dotes de observación, sin duda.

A finales de este verano, decidí usar una pulsera azul con los colores de la bandera de España. Me inspira ver cómo en otros países las personas muestran con orgullo sus banderas: japoneses con su sol naciente, británicos con su cruz, peruanos con rojo y blanco, estadounidenses con sus estrellas. Las llevan en gorras, chaquetas, mochilas. No piden permiso ni lo justifican: es su país, su símbolo, su identidad.

La bandera no debería ser patrimonio de ninguna ideología. Es un símbolo de todos. En España, sin embargo, parece que mostrar la bandera genera sospechas o provoca incomodidad, especialmente en ciertos entornos ideológicos. Muchos la ven como signo de "los otros", de lo que rechazan, de lo que temen.

Hace siglos, los pueblos que habitaban la península —celtas, visigodos, suevos, vándalos— evolucionaron. Nadie reclama ya volver a los tiempos de las tribus, ni a los califatos, ni a los feudos. Las formas de gobierno cambian, pero los símbolos nacionales perduran como memoria y pertenencia.

Las ideologías totalitarias del siglo XX, de un signo u otro, también deberían estar superadas. Y hoy deberíamos aspirar a democracias más abiertas, más justas y más libres, lejos de modelos como los de Cuba, Rusia, Venezuela o Irán.

Yo llevo esta pulsera por elección, sin miedo ni complejo. No mide mi ideología, mide mi respeto por los símbolos comunes. Mide, también, cuántos siguen sin entender que llevar la bandera no es de “fachas” o de “progres”, sino de ciudadanos.

EL ARTE DE NEGARLO TODO

En política, se cumple siempre la ley de Murphy: si algo puede corromperse, se corromperá.



Sigo viendo y escuchando las mismas noticias de siempre. Llevan treinta años ahí, desde el caso Naseiro. La misma historia: un político niega su implicación en un escándalo de corrupción, mientras las pruebas se acumulan como moscas en verano.

No sé qué me molesta más: si la indiferencia con la que lo dicen, o que ya no me sorprende. “Yo no tengo nada que ver con esto”, escucho a Ábalos o a Koldo García. Es el mismo guion: negar todo, atacar a quien acusa, esperar que la gente se olvide.

Lo vi antes. Una vez detuvimos a un ladrón de pisos. Tenía ganzúas bajo la alfombrilla del coche. Su respuesta: “Eso no es mío”. Esa misma actitud la veo en muchos políticos: negar lo evidente sin inmutarse.

No es casual. Es una estrategia. Repite la mentira con convicción y habrá quien dude. Como un niño con migas en la boca que dice que no se comió la galleta.

Goebbels lo sabía: repite una mentira suficiente veces y se convierte en verdad. Y mientras más tiempo pasa, más fácil es que todo se diluya. La gente se cansa. Cambia el titular. Llega otro escándalo. Ellos lo saben.

A veces, incluso con pruebas —audios, fotos, documentos— siguen negando. Y lo más preocupante es que muchos los aplauden. ¿Qué hace que alguien defienda lo indefendible?

Quizás el problema somos nosotros. Los que dejamos que nos mientan. Que les creemos. Que los dejamos volver. Nos han acostumbrado. Normalizado. Negar todo es una táctica que a veces funciona. Nixon negó hasta que no pudo más. Pero otros sobreviven escondiéndose tras tecnicismos o la lentitud judicial.

Y mientras tanto, las instituciones se desgastan. La desconfianza crece. La corrupción se vuelve parte del paisaje.

Hoy son Ábalos, Koldo, Begoña Gómez. Mañana será otro. La historia se repite. Solo cambiarán los nombres.

Necesitamos otra cosa: medios libres, justicia real, memoria social. Porque si seguimos tragando sus mentiras, nunca habrá consecuencias. Nunca.

La taza de café estaba vacía. Las noticias seguían. Otro caso. Otro político. Otra negación.

IZQUIERDA ALTERNTIVA

 


"El socialismo no puede ser una promesa vacía; cuando se convierte en un sistema de privilegios para unos pocos, ya no es un ideal, sino un lastre."


El comunismo, el socialismo, el marxismo-leninismo. Incluso el progresismo moderno. Todos nacieron con la promesa de un mundo mejor. Igualdad. Justicia social. Un futuro diferente. Pero la historia cuenta otra cosa. Esos ideales fueron traicionados. Una y otra vez.

La ambición de poder. La corrupción. Siempre aparecen. Bajo la fachada de igualdad, estos movimientos implantaron gobiernos que oprimían. La tiranía no es exclusiva de ninguna ideología.La lección es simple. Si concentras el poder en unas pocas manos, da igual quién lo tenga o lo que prometa. Las injusticias regresan. La única defensa es proteger la libertad, la pluralidad, los derechos individuales. Sin eso, no hay justicia. Solo opresión con otro nombre.

Desde el principio, las ideologías de izquierda prometieron un mundo más justo. El comunismo, el socialismo, el progresismo... todas dicen lo mismo: luchar contra el capitalismo, defender a los oprimidos. Pero en la práctica, muchas veces estas ideas se desvian. Lo que construyen no es justicia, sino nuevas formas de control. Bajo una máscara de igualdad, se oculta la opresión.

Todo empezó con promesas. Marx y Engels, en El Manifiesto Comunista, soñaron con una sociedad sin clases. Querían destruir la explotación del capitalismo. Los socialistas utópicos, como Saint-Simon o Fourier, hablaban de cambios pacíficos. Pero las promesas se convirtieron en otra cosa. Muy pronto, las ideas se transformaron en herramientas de dominación. Lo que se dijo que era para el pueblo acabó sirviendo para controlar al pueblo.

En 1917, Lenin llegó al poder en Rusia. Prometió liberar a los trabajadores. Pero lo que trajo fue un sistema autoritario. Dijo que era necesario. Dijo que era por el bien de la revolución. Pero cerró periódicos, eliminó opositores y concentró el poder en el Partido Comunista. Luego vino Stalin. Y lo llevó más lejos. Campos de trabajo, censura, miedo.

La igualdad que prometieron nunca llegó. En su lugar, surgió una nueva clase dirigente: la nomenklatura. Vivían mejor que los demás. Tenían privilegios. Mientras tanto, el resto sobrevivía como podía. Hablar en contra era peligroso. Callarse era la norma.

Con el tiempo, las ideas evolucionaron. Después de la Segunda Guerra Mundial, el socialismo democrático tomó otro camino en Europa. Encontró un equilibrio entre la economía de mercado y las políticas sociales. Mejoró la vida de muchas personas. Pero en otras partes del mundo, especialmente en América Latina, el marxismo-leninismo siguió vivo. Cuba. Nicaragua. Venezuela. Los líderes hablaban de igualdad mientras consolidaban regímenes autoritarios. Decían que el poder era necesario para proteger la revolución. Pero lo que hicieron fue limitar derechos y crear nuevas desigualdades.

Hoy, el progresismo es la nueva versión de esas ideas. Parece más moderno, más inclusivo. Habla de derechos civiles, justicia climática, igualdad de género. Se presenta como algo distinto. Pero algunas cosas no han cambiado. Frecuentemente, hay intolerancia hacia quien no está de acuerdo. A menudo, hay una tendencia a imponer una única forma de pensar.

Un ejemplo claro es la corrección política. Al principio, buscaba algo bueno: respeto, inclusión. Pero pronto se convirtió en una herramienta para silenciar. En nombre de la justicia social, se imponen restricciones a la libertad de expresión. Quien disiente es cancelado. Las redes sociales, que deberían ser espacios de diálogo, se usan para castigar a quienes piensan distinto.

No es una dictadura tradicional. No hay cárceles ni gulags. Pero el control ideológico está ahí. Las voces que no encajan son apartadas. El miedo a hablar es real.

¿Por qué pasa esto? Porque siempre es lo mismo. Dicen que quieren justicia. Que quieren igualdad. Pero en el camino concentran el poder. Y cuando eso ocurre, todo lo demás se pierde. El sistema se convierte en una máquina que oprime, no importa el nombre que tenga o las intenciones con las que empezó.

Lenin, Stalin, Mao. Dijeron que trabajaban por el proletariado. Pero lo que hicieron fue controlar, reprimir, destruir. Hablaron de sacrificios necesarios. Pero esos sacrificios siempre los pagaron otros.

El progresismo no tiene campos de trabajo. Pero su control se siente en otros lugares: en la cultura, en los medios, en la educación. Imponen una visión única. Y quien no esté de acuerdo, queda fuera.

La historia nos dice algo claro. Prometer igualdad no es suficiente. Sin libertad, sin pluralidad, las promesas se convierten en opresión. No importa si la bandera es roja o verde. No importa si se habla de justicia o progreso. Si el poder se concentra, el resultado siempre es el mismo.

Prometieron un mundo mejor. Pero una y otra vez, la historia termina igual.


EL VENDEDOR DE HUMO

 


"De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientes"


Jules Renard


Carlos Mazón: Estrategia, Popularidad y Humo

Últimamente, con la polémica sobre la Facultad de Medicina de Alicante, he llegado a una conclusión clara: Carlos Mazón es lo que llamaríamos un “vendedor de humo”.

Es un político que sabe adaptarse. Tiene una inclinación natural a querer contentar a todos. Eso le funciona para ganar popularidad, pero también le ha ganado muchas críticas. Su flexibilidad política, que para algunos es una virtud, para otros no es más que falta de principios. Cambia de postura cuando le conviene, con una habilidad que recuerda a la de Pedro Sánchez.

No es un estilo nuevo. Está siguiendo la estrategia de Francisco Camps, su antecesor. Camps tenía la costumbre de lanzar una idea nueva cada día, sin importar lo descabellada que fuera. Así mantenía la atención de los medios. La táctica era simple: la idea en sí no importaba, lo importante era el ruido.

Ayer, 7 de agosto 2024, Mazón salió con su propuesta estrella: un "CLÚSTER SANITARIO". No dio detalles. Ni fechas, ni presupuesto, ni ubicación. Nada. Solo el titular. Lo suficiente para que los medios y los ciudadanos pasen los próximos días hablando de eso.

La idea del clúster no es nueva. Hace más de 15 años, en una conferencia del diario Información de Alicante, ya se habló de algo parecido. Pero Mazón no mencionó eso. Lo suyo no es la profundidad ni el contexto. Es lanzar titulares y mantener el foco en sus movimientos.

La estrategia es clara. Propone algo nuevo cada día. Financiación, escasez de agua, tasas turísticas, reindustrialización… lo que sea. Mazón parece siempre ocupado, siempre proactivo. Pero muchas de estas ideas ya se han planteado antes, y pocas llegaron a nada.

Sus propuestas, improvisadas y poco trabajadas, no tardan en parecer humo. Los ciudadanos empiezan a darse cuenta de que detrás de las palabras no hay planes concretos ni voluntad real de llevarlas a cabo.

Mazón tiene otra habilidad: cambiar de posición según las circunstancias. Esto le permite evitar enfrentamientos y aparentar consenso. Pregúntaselo a los políticos de Vox. Sin embargo, esta misma flexibilidad alimenta la idea de que no tiene principios firmes.

La polémica por la Facultad de Medicina de Alicante es un buen ejemplo. Quiere quedar bien con la Universidad Miguel Hernández de Elche, y, según algunos, proteger a los custodios de la tesis doctoral de Francisco Camps, que sigue siendo un misterio.

El problema con Mazón es que habla mucho, pero cumple poco. Sus propuestas suelen ser vagas, sus promesas grandilocuentes. Es fácil atraer a los ciudadanos con promesas rápidas y simples, pero esa atracción no dura. Al final, la gente se da cuenta de que las palabras no se traducen en hechos.

Carlos Mazón es un político que sabe jugar sus cartas. Lanza ideas, cambia de postura, evita conflictos. Eso le mantiene en el candelero. Pero también le ha ganado una reputación de “vendedor de humo” y oportunista.

Quiere contentar a todos, y eso lo ha llevado lejos. Pero su falta de profundidad y compromiso deja a muchos preguntándose si alguna vez será capaz de cumplir con las grandes promesas que hace.

PSICOPATA O FASCINANTE