sábado, 3 de mayo de 2025

IGNORAR AL DISCREPANTE

Ilustración crítica


La desconfianza no es ignorancia: es desencanto


De la crisis de 2008 a los apagones de hoy, la historia reciente demuestra que quienes alzaron la voz contra el relato oficial no eran locos, sino ciudadanos críticos.

Durante años, la etiqueta de "conspiranoico" ha servido para desacreditar a quienes osaban cuestionar el discurso oficial. En 2008, se aplicó a quienes denunciaron que la crisis financiera fue una estafa. En 2020, a quienes criticaron medidas como las mascarillas al aire libre o el confinamiento infantil. Muchas de esas decisiones hoy parecen difíciles de justificar.

Lo mismo ha ocurrido con la guerra de Ucrania. Quienes advirtieron que se trataba de una disputa geopolítica fueron tachados de traidores. Hoy incluso Donald Trump ha reconocido su componente económico.

Los "preparacionistas" pasaron de ser caricaturizados a ser reivindicados por la Unión Europea, que ahora aconseja tener un kit de emergencia en casa.

Sin embargo, la deslegitimación persiste. Esta semana, tras una falsa alarma de apagón, el debate se centró en bulos y extremismos. Pero la realidad es que nuestras infraestructuras son frágiles, y eso lo vienen avisando muchos desde hace tiempo.

El verdadero problema no está en los rumores de redes, sino en unas instituciones que han perdido el contacto con la realidad. Para justificar decisiones impopulares, crean alarmismos interesados. Putin en la Gran Vía es caricatura, pero no muy lejos del discurso oficial.

La desconfianza nace del desencanto. La ciudadanía no ha perdido el juicio: ha perdido la fe en unas élites que ya no intentan convencer, solo imponer. Un gobierno que descalifica todo pensamiento crítico como populismo o peligro no fortalece la democracia: la debilita.

Como advierte el científico cognitivo Hugo Mercier en su libro No hemos sido engañados, el discurso del miedo a los bulos es funcional al poder. Sirve para ocultar que la verdadera amenaza no está en los memes de WhatsApp, sino en los discursos que infantilizan al pueblo.

No es el pueblo quien se ha embrutecido. Son las élites quienes han renunciado al debate. Y la confianza, como el respeto, hay que merecerla.

Nota del autor: Este texto está basado en un artículo de opinión previo, revisado y adaptado para su publicación en formato blog.

sábado, 19 de abril de 2025

COMO SER ABALOS



Cuando las cosas parecen ir mejor, es que has pasado algo por alto




Cómo ser Ábalos” o el arte de sobrevivir en la política española



El artículo “Cómo ser Ábalos (Being Ábalos)”, firmado por Juan Diego Madueño en Fare Casino, es mucho más que una sátira política. Es una radiografía punzante de una forma de ejercer el poder en España, encarnada en la figura de José Luis Ábalos, exministro del PSOE y protagonista de algunos de los episodios más polémicos del sanchismo. Aquí analizo el texto y añado una reflexión que, en estos tiempos, sigue siendo incómodamente vigente.


Desde la primera línea, Madueño entra sin rodeos. Acceder a la mente de Ábalos es, dice, como entrar “por una gatera abierta en un lupanar”. No hay metáforas suaves ni concesiones. Lo que plantea es un retrato brutal de un político que representa más el desgaste del sistema que la regeneración democrática que alguna vez se prometió.


Ábalos como caricatura del poder

Madueño usa comparaciones populares —Homer Simpson, James Bond de menú del día, Indiana Jones del carajillo— para ridiculizar a un personaje que, según el autor, ha dejado una marca indeleble en la política española, pero no por méritos, sino por escándalos. El texto remite al caso de la UCO y al supuesto uso de prostitutas durante la pandemia, que se describe como una “reinvención del volquete”, frase que conecta con el imaginario político de la corrupción más rancia.


Ábalos, lejos de ser una excepción, es presentado como productor de un ecosistema: una aristocracia de partido blindada por los medios y sostenida por una impunidad estructural. Es el “confesor de Pedro Sánchez”, una figura que, más que caer, muta y resiste. El artículo apunta no solo a él, sino al sistema que permite que figuras así se mantengan en el centro del poder sin rendir cuentas.



Uno de los pasajes más brillantes y cínicos del texto es la parodia de Being John Malkovich: “quince o veinte minutos siendo José Luis Ábalos”. En esa fantasía, ser Ábalos implica tener acceso a dinero público para fines privados, disfrutar del respaldo del partido y contar con la inmunidad del sistema. La corrupción no como error, sino como modo de vida.


Disneyland de la corrupción

El cierre del artículo no deja lugar a dudas: el carnet del PSOE es descrito como un pase VIP a las habitaciones del “Disneyland de la corrupción”. Una imagen brutal pero certera. La corrupción no se oculta, se institucionaliza. Y en algunos casos, hasta se celebra.



Reflexión final

Conviene recordar que cuando estalló el caso Bárcenas en el Partido Popular, el PSOE exigió de inmediato el cese del presidente Rajoy, pese a que el implicado directo era el tesorero del partido. En contraste, en el caso Ábalos hablamos del secretario de Organización del PSOE, ministro del Gobierno y protagonista directo. No solo no se exigió dimisión alguna, sino que fue defendido en el Congreso como un héroe por su gestión en el caso Delcy.

Pedro Sánchez no dimitió entonces, y no lo hará ahora. Esa es la diferencia. Y también, una prueba más de que la vara de medir la ética política depende de quién sostiene el poder en cada momento.



lunes, 14 de abril de 2025

FRANCISCO FERROL




Los atajos siempre toman mas tiempo de lo esperado


Hoy coloco un artículo valiente, lúcido y necesario. Alfonso Ussía escribe con honestidad, memoria y sentido común. Reivindica el derecho a matizar la historia sin fanatismos ni censuras. Su estilo es irónico, directo y brillante. Defiende la libertad de pensamiento y denuncia el revisionismo absurdo con inteligencia y dignidad. Un texto imprescindible de leer.


Los que me conocen saben que jamás fui franquista. En mi casa me educaron en la lealtad a Don Juan. Y cuando Don Juan fue definitivamente descartado, seguí del lado de Don Juan hasta su renuncia a los derechos históricos de la Corona en beneficio de su hijo, Don Juan Carlos I. Mi padre estuvo siempre a la sombra del gran perdedor, y fue el español que en más ocasiones fue convocado por el Tribunal de Orden Público por sus constantes estancias y viajes a Estoril, superando las 150 comparecencias. 

Pero ahora, me permito creer que, en la culminación de mi existencia, tengo que reconocer muchas cosas buenas a quien no reconocí ninguna por la lógica estupidez ardiente y juvenil. Y como ese reconocimiento hoy se considera delito, he decidido que lo más prudente es intentar la justicia y el equilibrio refiriéndome a don Francisco Ferrol, por cuanto sus verdaderos nombre y apellido están penados por la nueva Ley de la Memoria Democrática, y solamente es tolerable mencionarlo si es para ponerlo a parir. En mi infancia y juventud se vivía en un régimen autoritario que desembocó en una dictablanda. Efectivamente, la militancia política –no sólo la de izquierdas–, estaba perseguida, pero fuera de ella, en España había más libertad que en nuestros días. Y, además, impuestos ridículos, grandes obras públicas, sociedades estatales con un funcionamiento perfecto –Correos, Iberia, Renfe, etc.–, hospitales públicos, más de cuatro millones de viviendas protegidas y una política económica que llevó a nuestra nación de la desolación de la posguerra a ocupar el noveno lugar de las economías mundiales durante el régimen de don Francisco Ferrol.

 En aquellos tiempos se expandió la clase media, el tejido social que mantiene en todos los países la estabilidad y la libertad de los mercados. Don Francisco Ferrol creó la Seguridad Social, determinó las vacaciones obligatorias, las pagas extraordinarias, y unos tribunales laborales en los que el noventa por ciento de las causas a juzgar se sentenciaban favorablemente a los obreros. Y se vivía en paz y muy bien, con la seguridad ciudadana garantizada y con plena libertad, siempre insisto, renunciando al ejercicio político. Ha dicho Cristina Almeida, además de narrar su negativa a compartir en sueños sus ardores con Bertín Osborne, que Francisco Ferrol prohibió el sexo. Mentira. A mí, al menos, no me lo prohibió, y tuve amigos «gays» que se encontraban en sus bares y discotecas sin que nadie le aplicara la Ley de Vagos y Maleantes promulgada durante la Segunda República, o fueran fusilados por el Ché Guevara por ser homosexuales. El funcionariado era el preciso, y la administración del dinero público, modélica. Y sí, Madrid era el centro. Hubo centralismo, como en Francia con París, en Inglaterra con Londres y en Portugal con Lisboa. Aquella España, con todos sus defectos, era infinitamente más libre –excepto en el ejercicio de la política–, que esta España entregada a los que la aborrecen, a los terroristas que han asesinado a los españoles, y a los separatistas que han convertido sus regiones y ciudades en espacios abiertos a la delincuencia. 

Ahora han decidido los resentidos ignorantes, iletrados y resentidos, eliminar a don Francisco Ferrol de la historia, ya centenaria de la Legión. Una bandera lleva su nombre, la que mandó como su primer comandante. Eliminar al general Ferrol de la historia de la Legión es empresa imposible, por haber sido junto al general Millán Terreros –posteriormente Millán-Astray–, uno de sus fundadores y primeros jefes. Empresa tan tonta como borrar de la Compañía de Jesús a Íñigo de Loyola para sustituirlo por el padre Ángel, que capaces son. 

El fundamental problema de estos propagadores del odio no está en la mentira, en la rabia, en la injusticia y en la necesidad que tienen en ganar una guerra que perdieron por su culpa hace más de ochenta años. En un bando había un ideal, España, y en el otro un desbarajuste que terminó a tiros entre ellos al grito de ¡viva Stalin! El fundamental problema es que además de recuperar el odio, lo han hecho desde la más supina estupidez. Y las tonterías de los tontos no tienen recorrido. Jamás fui partidario de Francisco Ferrol, pero hay que reconocer que muchas cosas las hizo mejor que bien. 

 ALFONSO USSÍA

sábado, 12 de abril de 2025

VOLVER AL PASADO

Cartel sobre tensiones comerciales entre EE.UU. y China


La memoria selectiva del poder es la amnesia del país


El artículo de Bryan Mena en CNN plantea una crítica directa a las políticas económicas de Donald Trump, quien estaría intentando revivir una visión industrial obsoleta de Estados Unidos. A través de aranceles y recortes en ciencia y educación, el expresidente impulsa una estrategia que podría socavar la posición del país en la carrera tecnológica global, especialmente en el ámbito de la inteligencia artificial (IA).

¿A qué responde esta estrategia?

  • El empleo manufacturero en EE.UU. cayó sostenidamente desde finales de los años 70.
  • La automatización y la globalización han transformado la economía.
  • Hoy, el 80% de los empleos están en servicios: tecnología, finanzas, ingeniería.

¿Y la inteligencia artificial?

Mientras Trump apunta al pasado, países como China avanzan con modelos IA competitivos como los de DeepSeek. EE.UU. necesita más inversión, más investigación y talento, no recortes. Pero las políticas actuales van en sentido contrario:

  • Recortes en fondos a universidades como Harvard y Princeton.
  • Revocación de visados a estudiantes extranjeros clave en investigación IA.
  • Propuesta de eliminar la Ley CHIPS, fundamental para los semiconductores.

La contradicción de su estrategia tecnológica

Aunque Trump anunció grandes inversiones en infraestructura IA y chips, sin apoyo a la base académica y al talento joven, esa estrategia es insostenible. Como apunta el economista Martin Chorzempa, revivir el modelo industrial de los 50 es una nostalgia ineficaz en un mundo dominado por la automatización y la IA.

Estados Unidos aún puede liderar la transformación digital global. Pero para lograrlo, necesita mirar al futuro, no al retrovisor de una economía que ya no existe.

Publicado en CNN por Bryan Mena, el 9 de abril de 2025

Leer artículo original en CNN

jueves, 19 de diciembre de 2024

EL CRETINODIAMOMETRO

La arrogancia de un cretino solo es superada por su incapacidad para entender su propia necedad.

Mi cretinodiamómetro no es más que mi pulsera. Tiene una característica peculiar: mide la cantidad de "cretinos" que se sorprenden al verla o que jamás se habían dado cuenta de que la llevo. Al final del día, anoto cuántos me han soltado el clásico: “¡Anda, llevas la pulserita!”. Grandes dotes de observación, sin duda.

A finales de este verano, decidí usar una pulsera azul con los colores de la bandera de España. Me inspira ver cómo en otros países las personas muestran con orgullo sus banderas: japoneses con su sol naciente, británicos con su cruz, peruanos con rojo y blanco, estadounidenses con sus estrellas. Las llevan en gorras, chaquetas, mochilas. No piden permiso ni lo justifican: es su país, su símbolo, su identidad.

La bandera no debería ser patrimonio de ninguna ideología. Es un símbolo de todos. En España, sin embargo, parece que mostrar la bandera genera sospechas o provoca incomodidad, especialmente en ciertos entornos ideológicos. Muchos la ven como signo de "los otros", de lo que rechazan, de lo que temen.

Hace siglos, los pueblos que habitaban la península —celtas, visigodos, suevos, vándalos— evolucionaron. Nadie reclama ya volver a los tiempos de las tribus, ni a los califatos, ni a los feudos. Las formas de gobierno cambian, pero los símbolos nacionales perduran como memoria y pertenencia.

Las ideologías totalitarias del siglo XX, de un signo u otro, también deberían estar superadas. Y hoy deberíamos aspirar a democracias más abiertas, más justas y más libres, lejos de modelos como los de Cuba, Rusia, Venezuela o Irán.

Yo llevo esta pulsera por elección, sin miedo ni complejo. No mide mi ideología, mide mi respeto por los símbolos comunes. Mide, también, cuántos siguen sin entender que llevar la bandera no es de “fachas” o de “progres”, sino de ciudadanos.

EL ARTE DE NEGARLO TODO

En política, se cumple siempre la ley de Murphy: si algo puede corromperse, se corromperá.



Sigo viendo y escuchando las mismas noticias de siempre. Llevan treinta años ahí, desde el caso Naseiro. La misma historia: un político niega su implicación en un escándalo de corrupción, mientras las pruebas se acumulan como moscas en verano.

No sé qué me molesta más: si la indiferencia con la que lo dicen, o que ya no me sorprende. “Yo no tengo nada que ver con esto”, escucho a Ábalos o a Koldo García. Es el mismo guion: negar todo, atacar a quien acusa, esperar que la gente se olvide.

Lo vi antes. Una vez detuvimos a un ladrón de pisos. Tenía ganzúas bajo la alfombrilla del coche. Su respuesta: “Eso no es mío”. Esa misma actitud la veo en muchos políticos: negar lo evidente sin inmutarse.

No es casual. Es una estrategia. Repite la mentira con convicción y habrá quien dude. Como un niño con migas en la boca que dice que no se comió la galleta.

Goebbels lo sabía: repite una mentira suficiente veces y se convierte en verdad. Y mientras más tiempo pasa, más fácil es que todo se diluya. La gente se cansa. Cambia el titular. Llega otro escándalo. Ellos lo saben.

A veces, incluso con pruebas —audios, fotos, documentos— siguen negando. Y lo más preocupante es que muchos los aplauden. ¿Qué hace que alguien defienda lo indefendible?

Quizás el problema somos nosotros. Los que dejamos que nos mientan. Que les creemos. Que los dejamos volver. Nos han acostumbrado. Normalizado. Negar todo es una táctica que a veces funciona. Nixon negó hasta que no pudo más. Pero otros sobreviven escondiéndose tras tecnicismos o la lentitud judicial.

Y mientras tanto, las instituciones se desgastan. La desconfianza crece. La corrupción se vuelve parte del paisaje.

Hoy son Ábalos, Koldo, Begoña Gómez. Mañana será otro. La historia se repite. Solo cambiarán los nombres.

Necesitamos otra cosa: medios libres, justicia real, memoria social. Porque si seguimos tragando sus mentiras, nunca habrá consecuencias. Nunca.

La taza de café estaba vacía. Las noticias seguían. Otro caso. Otro político. Otra negación.

IZQUIERDA ALTERNTIVA

 


"El socialismo no puede ser una promesa vacía; cuando se convierte en un sistema de privilegios para unos pocos, ya no es un ideal, sino un lastre."


El comunismo, el socialismo, el marxismo-leninismo. Incluso el progresismo moderno. Todos nacieron con la promesa de un mundo mejor. Igualdad. Justicia social. Un futuro diferente. Pero la historia cuenta otra cosa. Esos ideales fueron traicionados. Una y otra vez.

La ambición de poder. La corrupción. Siempre aparecen. Bajo la fachada de igualdad, estos movimientos implantaron gobiernos que oprimían. La tiranía no es exclusiva de ninguna ideología.La lección es simple. Si concentras el poder en unas pocas manos, da igual quién lo tenga o lo que prometa. Las injusticias regresan. La única defensa es proteger la libertad, la pluralidad, los derechos individuales. Sin eso, no hay justicia. Solo opresión con otro nombre.

Desde el principio, las ideologías de izquierda prometieron un mundo más justo. El comunismo, el socialismo, el progresismo... todas dicen lo mismo: luchar contra el capitalismo, defender a los oprimidos. Pero en la práctica, muchas veces estas ideas se desvian. Lo que construyen no es justicia, sino nuevas formas de control. Bajo una máscara de igualdad, se oculta la opresión.

Todo empezó con promesas. Marx y Engels, en El Manifiesto Comunista, soñaron con una sociedad sin clases. Querían destruir la explotación del capitalismo. Los socialistas utópicos, como Saint-Simon o Fourier, hablaban de cambios pacíficos. Pero las promesas se convirtieron en otra cosa. Muy pronto, las ideas se transformaron en herramientas de dominación. Lo que se dijo que era para el pueblo acabó sirviendo para controlar al pueblo.

En 1917, Lenin llegó al poder en Rusia. Prometió liberar a los trabajadores. Pero lo que trajo fue un sistema autoritario. Dijo que era necesario. Dijo que era por el bien de la revolución. Pero cerró periódicos, eliminó opositores y concentró el poder en el Partido Comunista. Luego vino Stalin. Y lo llevó más lejos. Campos de trabajo, censura, miedo.

La igualdad que prometieron nunca llegó. En su lugar, surgió una nueva clase dirigente: la nomenklatura. Vivían mejor que los demás. Tenían privilegios. Mientras tanto, el resto sobrevivía como podía. Hablar en contra era peligroso. Callarse era la norma.

Con el tiempo, las ideas evolucionaron. Después de la Segunda Guerra Mundial, el socialismo democrático tomó otro camino en Europa. Encontró un equilibrio entre la economía de mercado y las políticas sociales. Mejoró la vida de muchas personas. Pero en otras partes del mundo, especialmente en América Latina, el marxismo-leninismo siguió vivo. Cuba. Nicaragua. Venezuela. Los líderes hablaban de igualdad mientras consolidaban regímenes autoritarios. Decían que el poder era necesario para proteger la revolución. Pero lo que hicieron fue limitar derechos y crear nuevas desigualdades.

Hoy, el progresismo es la nueva versión de esas ideas. Parece más moderno, más inclusivo. Habla de derechos civiles, justicia climática, igualdad de género. Se presenta como algo distinto. Pero algunas cosas no han cambiado. Frecuentemente, hay intolerancia hacia quien no está de acuerdo. A menudo, hay una tendencia a imponer una única forma de pensar.

Un ejemplo claro es la corrección política. Al principio, buscaba algo bueno: respeto, inclusión. Pero pronto se convirtió en una herramienta para silenciar. En nombre de la justicia social, se imponen restricciones a la libertad de expresión. Quien disiente es cancelado. Las redes sociales, que deberían ser espacios de diálogo, se usan para castigar a quienes piensan distinto.

No es una dictadura tradicional. No hay cárceles ni gulags. Pero el control ideológico está ahí. Las voces que no encajan son apartadas. El miedo a hablar es real.

¿Por qué pasa esto? Porque siempre es lo mismo. Dicen que quieren justicia. Que quieren igualdad. Pero en el camino concentran el poder. Y cuando eso ocurre, todo lo demás se pierde. El sistema se convierte en una máquina que oprime, no importa el nombre que tenga o las intenciones con las que empezó.

Lenin, Stalin, Mao. Dijeron que trabajaban por el proletariado. Pero lo que hicieron fue controlar, reprimir, destruir. Hablaron de sacrificios necesarios. Pero esos sacrificios siempre los pagaron otros.

El progresismo no tiene campos de trabajo. Pero su control se siente en otros lugares: en la cultura, en los medios, en la educación. Imponen una visión única. Y quien no esté de acuerdo, queda fuera.

La historia nos dice algo claro. Prometer igualdad no es suficiente. Sin libertad, sin pluralidad, las promesas se convierten en opresión. No importa si la bandera es roja o verde. No importa si se habla de justicia o progreso. Si el poder se concentra, el resultado siempre es el mismo.

Prometieron un mundo mejor. Pero una y otra vez, la historia termina igual.


PSICOPATA O FASCINANTE